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La calle del sacrificio

La memoria y el olvido

El pasado 31 de marzo se cumplieron 90 años del suicidio del ex presidente de la República Baltasar Brum, ocurrido en 1933 como gesto de inmolación ante la dictadura recién instalada en el país.

Muchos que caminan hoy por la calle Río Branco entre 18 de Julio y Colonia -vereda este-, quizá ignoran que la acera de esa arteria de la capital se tiñó con la sangre de Brum quién, a pocos metros de su casa, ubicada en el 1394, se quitó la vida de un balazo en el corazón. Antes de disparar gritó ¡Viva Batlle! y algo más dirigido a los que esa madrugada habían dado el primer golpe de Estado del siglo XX en Uruguay. Su cuerpo muerto quedó tendido en el cruce de las calles en donde hoy hay agencias de viajes en dos esquinas y un moderno edificio en una tercera, en la acera oeste.

Ese día desde muy temprano el lugar había sido un revuelo de rumores y público merodeando. Policías a pie y a caballo, tránsito interrumpido, periodistas, fotógrafos, curiosos y correligionarios amigos deliberando en la puerta de la casa de Brum. Una confitería cercana realizaba convites de bandejas con refuerzos de pan y fiambre para periodistas allegados y partidarios de Brum. Hay fotos notables e históricas que muestran grupos de hombres trajeados y con gacho o rancho de paja -alguno revólver en mano, como el propio Brum- mirando de manera furtiva hacia los costados, riendo algunos. Lo curioso es que parecen no vislumbrar el drama que se avecina y sonríen en las fotos. 

Un grupo se arracima en la puerta del domicilio del futuro suicida y el dueño de casa está con ellos. Viste pantalón y saco oscuro de anchas solapas. Lleva una golilla al cuello en algunas fotos. En otras – ya sin la golilla- se aprecia que debajo del saco solo viste una tricota blanca de cuello redondo. No parece un ex presidente de la República, sino alguien recién levantado de la cama que, tras vestirse apresuradamente, ha salido a la puerta porque han golpeado. En algunas imágenes lleva un revolver en cada mano. En otras esboza una sonrisa giocondesca, inquietante e indescifrable. Se puede inferir que es la sonrisa del adiós, la mueca resignada del que sabe que ese día habrá de tomar una decisión extrema y ejemplar. ¿Qué recuerdo queda hoy de aquella tarde en ese lugar?

La casa en la que vivía Brum todavía existe. Allí funciona una dependencia estatal del INAU. Eso está indicado con un cartel pequeño colocado al costado derecho de la puerta. Y sobre él, una placa recordatoria del Partido Colorado, a mi criterio poco entusiasta e insuficiente, empezando por la fecha tardía en que fue colocada, nada menos que 79 años después de la tragedia. La parte medular del texto reza: Aquí se escribió con sangre una de las páginas más célebres de la República. ¿Por qué ese gesto de inmolación absoluta no fue consignado con más claridad y énfasis en la plaqueta? Su texto es correcto, elusivo y vago. Se sospecha, en esa redacción cautelosa, que primó el pudor ante el suicidio. 

Supongamos que un joven que ignora esa página de nuestra historia pasa hoy frente al 1394 de la calle Río Branco y repara en la placa: ¿qué podrá inferir a partir de lo que esta detalla? ¿Puede saber cómo murió Baltasar Brum y en qué circunstancias? No, no puede: se entera del día en que falleció y que su sangre sirvió para escribir una página célebre. A lo sumo, ese joven pensará que allí mataron a Brum, dentro o fuera de esa casa, pero ignorará que el homenajeado ofreció voluntariamente su vida ante el quiebre institucional. Se mató en el medio de la calle y a la vista de todos. Según él mismo había proclamado, su gesto acortaría la dictadura al mancharla de sangre. Lamentablemente no fue así.

Hoy, justo es decirlo, el suicidio ya no se estila para impulsar una gesta o inmolarse por la comunidad. Dejó de ser ejemplo de nada y solo remite a la desesperación o causas personalísimas del suicida. Sabemos, además, que Uruguay ostenta un récord suicidios por habitante que se incrementa desde hace tiempo, en especial entre los más jóvenes. El incremento de 2021 -año siguiente a la eclosión de la pandemia- se tradujo en un nuevo récord: 758 suicidios o —lo que es lo mismo— 21,39 suicidios cada 100.000 habitantes. Es más, en lo posible se evita informar sobre esas decisiones extremas porque suelen ser imitadas. Argumento muy discutible. Como sea, somos un país con vocación y hábitos suicidas y es paradójico que al suicida más famososo y desinteresado sea poco evocado a nueve décadas de su muerte.

Nunca he sido correligionario del partido de Brum, pero siempre me impresiónó su gesto que ha tenido diversas lecturas e interpretaciones según el decurso de los años. Eso fue alejando su inmolación de la consideración pública. Un mártir de la libertad que, a mi modo de ver,  fue perdiendo -para quienes no lo evocan desde lo histórico-partidario - un motivo de unción republicana y democrática. Otros ocuparon después el imaginario colectivo y el relato, en tanto Baltasar Brum permanece en el nombre de un tramo de la rambla,  en un pueblo del departamento de Artigas y en la escueta placa recordatoria de la calle Río Branco.

En estas nueve décadas transcurridas mucha agua pasó bajo los puentes de la política y esta no vive solo de recuerdos y homenajes. En estas páginas consigno el que hace pocos días  le realizó en su columna del Dr. Leonardo Guzmán, con la habitual sobriedad y magnanimidad que lo caracterizan. Creo que el gesto de Brum merece mucho más reconocimiento todavía, en un país que para algunos desubicados estuvo en riesgo institucional por la aparición de unos chats sobre un delincuente que ya está entre rejas. Riesgo institucional fue el que enfrentó Brum y poco importa hoy analizar si su conducta fue un desequilibrio o un súbito reflejo luego de varias horas de tensión y presión sobre él y su domicilio. 

En atención al nomenclator de las calles de la ciudad, no se si alguien alguna vez propuso designar el tramo de Río Branco comprendido entre 18 de Julio y Rambla Sud América con el nombre del inmolado. La arteria que ahora se llama Baltasar Brum, sin duda es más importante, pero está alejada del lugar del hecho. Río Branco, más cercana, podría llamarse Calle del Sacrificio, porque lo fue.

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Releyendo El Aleph

La memoria y el olvido

Hace casi cincuenta años descubrí mi vocación por la escritura a partir de la lectura casual y decisiva de El hacedor, el libro que el propio Borges ha señalado como el más personal de todos los que escribió. No me considero un experto ni un erudito en la literatura de Borges, pero he sido un devoto y constante lector de su obra. No tuve la suerte de conocerlo personalmente. Pero tampoco conocí a Kafka, a Onetti o a Faulkner, también guías en mi camino de la escritura.


A través de estas reflexiones sobre uno de los cuentos más famosos y logrados de Borges, El Aleph, que también da título al libro publicado en 1949, expresaré mi homenaje a su magisterio como escritor que ha guiado mis pasos en la literatura.


Trataré de reparar en algunos aspectos notables de este cuento a la luz de lo que podría definirse hoy como la sociedad de las imágenes vertiginosas. Pienso que una obra es capaz de resignificar sus contenidos en la medida que cambian las épocas y sus lectores, sin por ello perder su sentido inicial.


El siglo en que vivimos pone en entredicho a la gran literatura como guía para el pensamiento; un siglo entregado al vértigo de las imágenes, del pensamiento light de la moribunda posmodernidad, carente de filósofos y atestado de personajes banales y mediáticos, desde economistas y gurús tecnológicos a deportistas, el material que ofrece El Aleph es increíblemente apropiado.


No voy a abundar aquí en el argumento del cuento que imagino todos deben conocer: el descubrimiento en un sótano de la calle Garay de un objeto fantástico llamado Aleph, mediante el cual es posible contemplar de manera simultánea la totalidad del inconcebible universo. La anécdota que ambienta el descubrimiento, es el vínculo de Borges -narrador y personaje- con el insoportable Carlos Argentino Daneri, estrafalario poeta que es primo hermano de Beatriz Viterbo, muerta “una candente mañana de febrero” de 1929, para desdicha del narrador, que la amó.


El Aleph es un cuento alentado por esa pérdida que se apoya de manera casi excluyente en imágenes visuales, en especial las de Beatriz Viterbo. El nombre Beatriz y otros detalles del cuento han alentado a algunos comentaristas a descubrir correspondencias con la Divina Comedia de Dante. No me detendré en esa posibilidad.


Con relación a las imágenes: la primera, notable por insólita, es evocar a Beatriz Viterbo a partir de un renovado cartel publicitario de cigarrillos rubios ubicado en la Plaza Constitución. El cambio en la imagen de esa publicidad, es el primero que el narrador advierte para indicarle que “el incesante y vasto universo” ya se apartaba de Beatriz. Un cambio banal que remite al mundo de la publicidad, que hoy equivale a decir al mundo de las imágenes vertiginosas y al imperio de lo efímero como lo definió Giles Lipovetsky. Con los parámetros actuales, esa primera imagen de El Aleph multiplica sus significados, los potencia y actualiza de manera ejemplar por su esencia baladí. El universo cambia porque cambia un aviso.


De acuerdo a lo que nos informa el narrador, el 30 de abril Beatriz Viterbo cumpliría años, y esa fecha la aprovecha Borges personaje para concurrir a la casa de la calle Garay y visitar al padre de Beatriz y a Carlos Argentino Daneri. Aguardando ser recibido en “una abarrotada salita”, a la hora del crepúsculo, el narrador pasa revista a los muchos retratos que hay allí de Beatriz. La enumeración que hace de esas imágenes, prefigura la que después hará de las imágenes vistas en el misterioso Aleph del sótano.


El narrador padece la ausencia de su amada Beatriz al someterse al repaso de esas fotografías que le permiten evocarla en diferentes momentos de su vida. Como sabemos, la invención de la fotografía cambió para siempre la mirada sobre nosotros y los demás. Poseer la efigie de uno mismo y de otros costaba mucho dinero – había que conocer un retratista para que la pintase- antes de que allá por 1826 Joseph Nicéphore Niépce lograse la primera imagen fotográfica desde su ventana en Le Gras. Luego, Daguerre perfeccionó el invento y logró reproducir rostros que ya no había que pintar. Hoy las imágenes propias y de terceros abarrotan teléfonos, computadoras y tablets hasta registrar cada instante de nuestras vidas de manera obsesiva e innecesaria para después subirlas a Instagram y todos los espacios de exhibición planetaria que puedan concebirse. Es el fin de la vida privada y del pudor civilizado. No es excesivo comparar lo que el narrador contempla en la “abarrotada salita” con una especie de anticipo arqueológico del muro de Facebook de Beatriz Viterbo. Contempla “selfies” de Beatriz.


La información que Borges da sobre las imágenes es la certera identificación de lo que ve, hasta con alguna fecha y datos de los lugares. La historia de Beatriz Viterbo resumida en imágenes. Alguna hasta es en colores -como detalla Borges-. Beatriz muere en febrero y esa visión de las fotos es en abril de 1929, por eso el dato implica una cierta novedad.


El narrador refiere sucesivas visitas a la calle Garay en el decurso de varios años.

Su visita del 30 de abril de 1941 -la víspera del estreno en New York de El ciudadano de Orson Welles, epítome de la modernidad del momento en imágenes cinematográficas, que Borges comentaría ese mismo año- nos depara una vindicación del hombre moderno por parte del inefable Carlos Argentino. Cito:


“Lo evoco en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...”


La descripción acumulativa anticipa lo que Daneri confesará haber escrito, ese torpe, desaforado e interminable poema titulado La tierra. Pero me detengo en la imagen anterior, la descripción de ese hombre moderno es tan actual que asombra si se cambian los elementos tecnológicos que le permiten, hoy, dominar el entorno, conectarse a él, instantáneamente y aboliendo las fronteras.


La vindicación que hace del hombre moderno Carlos Argentino Daneri anticipa también el culto por lo tecnológico y la acumulación que muchos hacen de tecnología como manera de infatuarse con artefactos que rápidamente caen en la obsolescencia: ejemplo los celulares que cambian el modelo cada seis meses. Por supuesto que el Borges personaje abomina de todo eso. Pero a su vez se fascina con el desvarío de Daneri. La locura ajena siempre fascina.


La siguiente acumulación y descripción de imágenes es un anticipo sutil de lo que luego Borges contemplará en el sótano y es una especie de “trailer” o sinopsis -en el sentido cinematográfico- de lo que Daneri canta en su atroz poema: “... en 1941, ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres del Alvear de la calle Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton”.


La acumulación caótica y hecha de contrastes es lo que pauta la descripción. Páginas después, el autor- personaje afirma que Daneri “había elaborado un poema que parece dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y el caos”.


No será diferente la enumeración -que no cacofónica pero si caótica que nos aguarda en la descripción de lo visto a través del Aleph. Enseguida una mención de Borges al teléfono establece un indudable anticipo de nuestra actual banalización del uso los artefactos tecnológicos: “A partir del viernes a primera hora empezó a inquietarme el teléfono” -aclaro yo: Daneri iba a llamarlo por un asunto vinculado al mamotreto de su poema. “Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri”- afirma Borges personaje.


Beatriz es recuerdo, imágenes fotográficas y también voz perdida que una vez reprodujo el teléfono. Es claro: ese instrumento, el teléfono, capaz de comunicar lo más trascendente, pero a la vez ser capaz de propalar lo más banal o despreciable. La modernidad lo ha permitido y la pesadilla de los que hablan por celular en el espacio público y a los gritos es una de las excrescencias del progreso.


Ahora voy a referirme a la idea y acontecimiento central de este cuento: la visión en el decimonoveno escalón del sótano de la calle Garay del asombroso y a la vez terrible Aleph. Por empezar, su tamaño: una esfera de no más de dos o tres centímetros de diámetro capaz de contener el cosmos entero. El recurso es magistral y contiene un anticipo de lo que luego será la nanotecnología, capaz de almacenar o contener asombrosas cantidades de información en un minúsculo circuito impreso. Para no abusar de la cita, lo resumiré en el siguiente pasaje:


“Por lo demás, el problema central -para describir el Aleph, aclaro yo- es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición ni trasparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es”.


Por fin llego a lo medular. Una de las hazañas de la escritura borgeana es dar cuenta de esa maravilla que es el Aleph. En el Aleph, está el nombre del Dios del mundo. Está el inicio, el punto oculto. Para verlo tuvo que bajar diecinueve escalones. El número 19 en la Cábala es la letra Qof, que vale 100. Es el misterio, el secreto. Pero también el Aleph es un símbolo matemático que permite representar distintos tipos de infinitos. Y el aleph es “la primera letra de la lengua sagrada” con la cual, tal como se narra en el Séfer Yetzirá, la divinidad creó el universo.

Empleando un tono apocalíptico en la repetición del verbo “vi” - apocalipsis significa en griego “revelación”- Borges desarrolla la descripción caótica y parcial del vértigo de imágenes que contempla a través del Aleph. Sin duda, los que leyeron El Aleph pueden recordar la magistral secuencia de lo visto. Una página y media del cuento insume esa enumeración.


Cuatro detalles apenas voy a destacar.

No hay mención de colores en la descripción, salvo “un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala”. Tampoco hay sonidos. El Aleph muestra imágenes silentes. Y eso tiene su explicación: La consonante Aleph, comenta Gershom Scholem, no representa en hebreo más que el primer movimiento de la laringe en la emisión de cualquier sonido. Es entonces, por decirlo así, el elemento fónico del cual proviene toda articulación. Pasando de la fonética al plano simbólico, los cabalistas han considerado siempre la consonante Aleph como la raíz espiritual de todas las demás letras, que contiene en esencia todo el alfabeto y por ende todos los elementos del lenguaje humano. Oír el Aleph, es propiamente no oír nada. Por tal, Borges no incluye ningún sonido en el Aleph contemplado.


De todo ese caos de simultaneidad y vértigo, las imágenes que realmente interesan a Borges-personaje son las de Beatriz Viterbo. Carlos Argentino le ha advertido que podrá entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz. El Aleph le mostrará su tumba de la Chacarita y lo que queda de Beatriz convertida en reliquia atroz y también cartas “obscenas, increíbles y precisas que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino”. El dato es una bofetada en medio del caos de las imágenes.

Lo último: un “vi tu cara”, una referencia extradiegética que remite a alguien que no figura en el cuento, quizá Estela Canto, a quien Borges lo dedica.

Me voy a tomar una pequeña licencia con el término panóptico que quisiera traer a este comentario: El panóptico es un tipo de arquitectura carcelaria ideada por el filósofo utilitarista Jeremy Bentham hacia fines del siglo XVIII.


El objetivo de la estructura panóptica es permitir a su guardián, guarnecido en una torre central, observar a todos los prisioneros, recluidos en celdas individuales alrededor de la torre, sin que estos puedan saber si son observados. De alguna manera, el Aleph es también un panóptico desde el punto de vista de su observador. Borges no se ve reflejado en ninguno de los espejos -todos los del planeta- que alude. Ve su dormitorio sin nadie en él. La casa, el sótano, tampoco están incluidos en el cosmos del Aleph. Él es el gran observador de todo, casi como si fuera Dios. Ve “lo que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”. Todos los habitantes de ese orbe, ignoran que Borges los ve implacablemente con nitidez extenuante en ese preciso momento.


No es exagerado inferir que de alguna manera el Aleph borgeano ha anticipado todos los burdos y prosaicos remedos de Aleph que hoy padecemos: las cámaras de seguridad que auscultan calles, edificios, ascensores, estaciones, carreteras, salones de uso social, aeropuertos y cajeros automáticos por citar algunos ejemplos. Las imágenes omnipresentes y trasmitidas en directo de guerras, eventos deportivos, desastres naturales, espectáculos, reality shows, noticieros y toda una gama de contenidos mediáticos propalados vía satélite. El intercambio en las redes de imágenes y filmaciones que van desde el contenido banal y doméstico a la atroz secuencia de degüellos por parte de Islam radical y bárbaro. 


Todo está exhibido, registrado, escrutado y visible hasta llegar a la transparencia total de la que habla Giles Lipovetsky: “Los mass media están más allá del bien y del mal. No condenan ni juzgan, pero lo muestran todo, exponen todos los puntos de vista y dejan al público libre de opiniones multiplicando y acelerando las imágenes e informaciones”. Vivimos en un permanente agobio de imágenes que en su acumulación desjerarquizan lo que vemos y convierten la realidad en un show. Es la sociedad del espectáculo a la que se refiere Mario Vargas Llosa.


Aludí al estreno de El Ciudadano de Orson Welles la víspera que Borges contempló el Aleph. Cito lo que escribió a propósito del film que indudablemente vio:

“Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film: las primeras escenas registran los tesoros acumulados por Foster Kane; en una de las últimas, una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo de un palacio que es también un museo, con un rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias. Y ese todo representa lo uno: Kane.”.


Es imposible no encontrar correspondencias entre el Aleph que después escribiría y ese caos de apariencias que en el film queda simbolizado en el traveling final sobre la acumulación insensata de tesoros de Kane distribuidos sin orden ni jerarquía en un salón enorme. Eso también es, de alguna manera, un Aleph. Me inclino a creer que Borges tuvo presente esa escena de ese film genial.


Cuento de imágenes y sobre imágenes, El Aleph, a mi modo de ver, prolonga cada vez más sus inagotables significados. En especial la declaración, al final de cuento de que el Aleph de la calle Garay es un falso Aleph. La última frase del cuento es una conmovedora razón para esa creencia: “¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz”.

No obstante, el soberbio oficio de palabras que pudo erigir el Aleph para que los lectores lo imaginaran casi como si lo estuvieran viendo, sigue vigente y necesario en este siglo XXI y a casi 37 años de la muerte de Borges.

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Mi verano con Pinky

La memoria y el olvido

In memoriam Lidia Satragno “Pinky”,

1935 / 2022


Un verano del siglo pasado estuvimos con mis padres y mi hermano en San Luis, un balneario de Canelones. La casa era de un compañero de trabajo de mi padre y se la habíamos alquilado. Todo era lejano en San Luis: la playa, el almacén para hacer compras, la zona central del balneario donde funcionaba un improvisado cine en lo que se suponía era el Club, y en el que una noche de calor sofocante vimos una película de Cantinflas. No tuve amigos ese verano y me aburrí sin remedio. Lo único que hice fue dibujar y enamorarme de la dependienta de la panadería, una mujer joven y por supuesto mucho mayor que yo, a la que confundí con la locutora argentina Pinky.


¿Cómo era posible pensar que en ese lugar precario y alejado de todo confort y glamour la bella Lidia Satragno, de voz ronca y maneras felinas, iba a estar atendiendo una panadería? Ese invierno yo había visto a Pinky en persona, conduciendo su programa en el estudio principal del Canal 12 un sábado de tarde, y había quedado fascinado por su figura rutilante y su irresistible seducción. Estar allí había sido como estar en Hollywood, en la Paramount Pictures, con sus galpones, sus estrellas y su consistencia irreal. Esa vez Pinky se adueñó de mis sueños y fue la primera vez que me sentí atraído por una mujer sin ser las de la pantalla del cine. Claro que a esa edad, lo inmediato eran las niñas, alguna vecina en especial y de hecho las hubo, pero lo de Pinky fue de otra especie.


El delirio empezaba al ingresar a la panadería, a la que iba en una bicicleta enorme y negra que había en la casa y a la que apenas podía montar. Ni bien veía a la mujer detrás de la vitrina mostrador algo en mi se alteraba y comenzaba a dudar: la cara, el pelo, los ojos cargados de cosméticos, la boca siempre pintada, el cuerpo esbelto cubierto por un vestido de verano, ¿son los de ella? ¿Qué estará haciendo en San Luis? ¿Cansada de la fama y el trabajo en la televisión se ha refugiado en este pequeño balneario para ser una simple empleada de panadería? ¿Se oculta bajo una identidad falsa de la misma manera que una heroína de historieta? ¿Es la dueña y ahora está aquí porque es verano?


Cuando llegaba mi turno apenas si podía hablar. Solo atinaba a mirarla, embobado y confuso, sin llegar a discernir qué era realidad y cuánto había de imaginario en la situación. Febril, el recuerdo se imponía y transfiguraba a la empleada hasta forzar el parecido. Balbuceaba “dos flautas” y la miraba atenderme con indiferencia, sin sonreír una sola vez como lo hacía delante de la cámara y sin dejarme escuchar su voz tan ronca y peculiar, ese ronroneo que la distinguía como el soñado “ángel de la TV”. Cuando le extendía el billete para pagar ella ni siquiera me prestaba atención: ya miraba a otro cliente y al darme el cambio solo decía un “gracias” breve e impersonal, lo que contribuía a mi confusión. “Es ella y no quiere ser descubierta, quiere que la dejen en paz”, pensaba mientras regresaba en la bicicleta, turbado y confuso. “Todos aquí saben quién es, pero no la molestan ni le preguntan

nada porque si no va a dejar de venir”.


Ese juego fue el que me salvó, ahora lo comprendo, del fiasco de San Luis y su aburrida molicie. A poco que lo pensara hubiera sabido que esa empleada de la panadería no podía ser, bajo ninguna hipótesis, Pinky. Pero mi mente armó la confusión y alentó el parecido, porque el tranvía del deseo tiene mecanismos perfectos que se adaptan a nuestras carencias. Quien quiera que fuese esa mujer nunca supo que por un breve verano fue una diosa de la pantalla chica, una diva oculta e inaccesible que todos los días se escamoteaba vendiendo pan.

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La biografía más grande
jamás contada

La memoria y el olvido

El principal enemigo de una autobiografía es el olvido. No existe una memoria capaz de retener la completa historia de los hechos principales de una vida. Si el biografiado se los relata a un tercero será víctima de su propio olvido y de la tentación de inventar lo que ha olvidado. Inclusive lo hará convencido de que cuenta la verdad. Sustituye la memoria verdadera por la invención de los recuerdos faltantes. La memoria existe para modificar el pasado, como decía Borges. Eso es lo que practican quienes escriben sus memorias, ejercicio de ficción si los hay. La subjetividad y la mirada condescendiente son pecata minuta; el inventar lo que nunca sucedió o tergiversar los hechos para que se adapten al sentido autocomplaciente que siempre guía al que pretende contar su vida, invalidan su esfuerzo. 


Ni hablar de lo que sucede cuando el biógrafo actúa cuando el biografiado ya no existe. Entrevistas a parientes, amigos y amantes, documentos, cartas, pesquisas interminables y sobre todo interpretación de hechos lejanos en el tiempo constituyen la materia prima de las narraciones ficcionales llamadas biografías. Esa pesquisa detectivesca detrás de lo inasible de una existencia es la lucha de la memoria contra el olvido. Pero se trata de una lucha desigual que se libra en el ambiguo territorio de la realidad. Desaparecida la memoria original del biografiado, el olvido actúa como una espátula monstruosa que va levantando y pulverizando una por una las capas del palimpsesto de una existencia. 


El olvido opera también en la memoria de los testigos fiables a los que apela el biógrafo. Les debe creer a personas sometidas a las leyes del olvido, a la subjetividad del recuerdo y a veces al afán de ensalzar o condenar al biografiado de acuerdo a los vaivenes del amor y el odio, la admiración o el rechazo. 


El Nuevo Testamento tiene cuatro Evangelios que se supone relatan la vida de Jesús, todos ellos redactados pasado mucho tiempo de los hechos que cuentan, entre 60 y 100 años después de la Crucifixión. 


Jesús no dejó nada escrito. Al predicar y enseñar, eligió y formó discípulos, especialmente los Doce Apóstoles, que escucharon su palabra apenas tres años. Bajo este aspecto se puede destacar que la exigencia de predicar y enseñar de memoria era la costumbre propia de aquel tiempo, debido al hecho de que la escritura no estaba muy difundida. 


En base a esa memoria individual o colectiva conocemos muy poco de la vida del Mesías e hijo de Dios. Sin embargo, lo que nos dicen los Evangelios es aceptado como testimonio de la vida de Jesús y la verdad que contienen no es puesta en duda. Tal es la certeza sobre su contenido que existen los llamados Evangelios Apócrifos. Muchos de los pasajes de la vida de Jesús pertenecen, en realidad, a evangelios apócrifos, textos en los que se relataba a los primeros cristianos todo tipo de anécdotas de la vida de Cristo y que no fueron incluidos en la versión oficial de los textos sagrados de la vida de Jesús de Nazaret.


Los evangelios apócrifos o extracanónicos son escritos surgidos en los primeros siglos del cristianismo en torno a la figura de Jesús que no fueron incluidos ni aceptados en el canon del Tanaj judío hebreo-arameo, ni en la Biblia israelita Septuaginta griega, así como tampoco en ninguna de las versiones de la Biblia usadas por distintos grupos de cristianos como la Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa, la Comunión anglicana e Iglesias protestantes. Entre esos escritos se encuentran los Manuscritos de Nag Hammadi.


El término “apócrifo” (griego: από, ‘lejos’ y κρυφος ‘oculto’; latín: apócryphus), que originalmente significaba ‘ocultar lejos’, y luego fue derivando en ‘oculto’, ‘oscuro’, ha sido utilizado a través de los tiempos para hacer referencia a algunas colecciones de textos y de escritos religiosos sagrados surgidos y emanados en contextos judíos o cristianos. Con él se califican una cantidad de libros que las Iglesias cristianas de los primeros siglos no reconocieron como parte de las Sagradas Escrituras, pero que se presentan con nombres o características que los hacen aparecer como si fueran libros canónicos.


Dentro de esos documentos, los Manuscritos de Nag Hammadi o la Biblioteca de Nag Hammadi son una colección de textos, en su mayor parte adscritos al Cristianismo Gnóstico Primitivo, descubiertos cerca de la localidad de Nag Hammadi, a unos 100 km de Luxor, en el Alto Egipto, en diciembre de 1945. Constan de doce códices de papiro encuadernados en piel, y los restos de un décimo tercero, cuidadosamente guardados en una jarra de cerámica sellada y escondidos en unas grutas del macizo montañoso de Jabal al-Tarif y fueron encontrados casualmente por un campesino llamado Muhammad Alí al-Samman.


Fueron escritos en copto entre los siglos III y IV d.C. El más conocido de los manuscritos, el Evangelio de Tomás, contiene traducciones de textos que ya estaban presentes en el Papiro 1 de Oxirrinco, fechado en el año 250. El hallazgo de los manuscritos de Nag Hammadi en 1945 constituye, junto con los Manuscritos de Qumrán, el más grande descubrimiento de textos antiguos de la Edad Contemporánea. Los códices de Nag Hammadi se encuentran en la actualidad en el Museo Copto de El Cairo, Egipto.


Toda la historia que contienen los Evangelios aceptados por la Iglesia y los apócrifos fueron redactados en un tiempo bastante posterior al de los sucesos que narran, por lo cual su fiabilidad y condición veraz, más allá de trabajos arqueológicos o estudios comparativos con otros textos, puede ser cuestionada desde lo relativo de la memoria y el olvido. Son una trabajosa construcción que ha atravesado el tiempo y se ha solidificado en el texto por fin escrito, traducido, impreso y manipulado por la autoridad eclesiástica y los teólogos según las épocas. 


La máxima biografía de la Historia, la de Jesús de Nazaret, también es producto de la memoria y el olvido. De la memoria que modifica el pasado y el olvido que lo borra.¿Es posible fundar una religión sobre una historia que dependió de la memoria de los testigos contemporáneos a los hechos y que luego fue transferida a otras memorias sucesivas hasta llegar a la escritura? Por lo menos existe el derecho a la duda.

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Contar películas

La memoria y el olvido

De sueños o recuerdos el cine se nutre y a la vez los provoca. Cuando niño, y ya habiendo ido al cine de los grandes, un pasatiempo habitual con los amigos de mi edad era contarnos películas. No se de donde salió esa costumbre que evidentemente implica ciertas dotes narrativas y una memoria capaz de registrar una trama y su acción tiempo después de haber visto una película. 


Como yo era uno de los más chicos del grupo, pocas veces me daban la chance de contar “mi película” que por lo general todos la habían visto porque íbamos a los mismos cines. No voy a caer en el cargoseo memorialista de detallar sus nombres ni tampoco evocar aquí los títulos de las películas que se solían contar. Basta con los años: alrededor de 1958 o 59.


Un día en que me dieron la oportunidad de contar, hice algo que en ese momento no tuvo explicación para mí y que solo pude comprender muchos años después. En vez de narrar una película verdadera, inventé una, con título y todo. Es imposible que recuerde hoy su nombre y argumento. Debió ser un wéstern o una de guerra -como se llamaban entonces los films bélicos- y por largos minutos mis amigos estuvieron intrigados  porque se trataba de una película que ninguno había visto. Obviamente en algún momento se dieron cuenta de que era todo inventado y no me dejaron terminarla.


No conté ni recuerdos ni sueños y tampoco recurrí a una historia real que supiese o hubiera leído en las revistas de historietas que coleccionaba. Lo inventé todo a medida que lo contaba y por determinado lapso funcionó. Creo que esa fue mi primera narración de un argumento de ficción.

En lo anterior la memoria ha sido sabia: solo registró lo esencial de la situación. El contenido de lo contado no era importante sino el desafío de hacerlo. Por eso intervino el olvido para descartar los detalles que se perdieron por el conducto que expulsa las historias que merecen olvidarse. 


Aunque vivas las palabras, y muertas las letras mires… las palabras luego mueren y las letras siempre viven…”: para cumplir este bello anónimo y rescatar del olvido la trama de la película inventada el niño de entonces debió escribirla y conservarla en el papel. Para el caso de un hipotético biógrafo que se dignase a contar mi vida -cosa que espero jamás ocurra- la tentación de develar aquella narración sería grande. Con facilidad, conociendo mi gusto de entonces por las películas de “comboy” -como las llamábamos- podría inventar la trama perdida para enriquecer el testimonio con el dato ficticio. Yo mismo, aquí y ahora, llevado por la emoción y forzando el recuerdo en contra del olvido, podría haber recreado esa película imaginaria y hasta ponerle actores: John Wayne, Kirk Douglas, Charlton Heston, Virginia Mayo… y hasta un título: Duelo en el atardecer o El Sheriff de Laredo. Pero debo respetar al olvido aunque a veces lo odie. 

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Los anteojos

Un sueño realizado

La memoria y el olvido

La obra de Juan Carlos Onetti se afinca claramente en el mundo real, pese al invento de esa ciudad mítica de su literatura, Santa María, fundada por uno de sus personajes más emblemáticos, Juan María Brausen, protagonista de esa novela fundamental en su producción, La vida breve, que inaugura la novela urbana en el Río de la Plata. Imaginar un lugar, poblarlo, darle una historia y una geografía y afincarlo en la creación sobre el papel es una tarea que lo vincula al Faulkner del condado inventado de Yoknapatawpha o al García Márquez de Macondo, aunque la creación del colombiano es posterior.  No obstante, los sueños ya están presentes en su obra desde la escritura de El pozo, novela breve publicada en 1939. En ella se narran los “extraordinarios sueños de Eladio Linacero”. 


Linacero es un hombre solitario que fantasea con aventuras en lugares lejanos: Alaska, Holanda, Suiza… Estas fantasías o sueños de aventura, de ser aquello que él no se anima, no puede comunicarlos pues teme no ser comprendido: “Yo soy un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas” 

Cuando Eladio Linacero se atreva a contar sus sueños inexorablemente será incomprendido. Se los cuenta a un intelectual y a una prostituta. Esta lo considera loco o pervertido; el intelectual no entiende que una persona sueñe y que esos sueños no estén al servicio de una obra. Que tenga un plan para desarrollarla en un cuento, por ejemplo. Tal comentario motiva la amargura de Linacero : “No, ningún plan. Tengo asco de todo. ¿Me entiende? Por la gente, la vida, los versos con cuello almidonado. Me tiro en un rincón e imagino todo eso. Cosas así y suciedades, todas las noches”. Más tarde, una vez que el protagonista se da por vencido y ha comprobado la imposibilidad de comunicarse con otros seres humanos, se abandona a la noche y se sumerge en ella como un cadáver: “La noche me alzó entre sus aguas como el cuerpo lívido de un muerto y me arrastra inexorable,

entre fríos y vagas espumas, noches abajo”. 


Escrita en Buenos Aires durante un fin de semana febril en el que Onetti -dijo- no pudo conseguir tabaco, con una primera versión extraviada durante una travesía en el Vapor de la Carrera, El pozo fue re escrita para ser impresa en papel de fideos con un tiraje de 500 ejemplares que tardaron veinte años en venderse. 

En 1941 realiza su segundo viaje a Buenos Aires, donde permanecerá un largo período, colaborando en los suplementos literarios de  La Nación, Vea y lea  y otros medios. La Nación publicará su famoso cuento "Un sueño realizado", sobre el que Onetti diría: “Un sueño realizado nació de un sueño: vi a la mujer en la vereda, esperando el paso de un coche, supe que también ella estaba soñando”. 


Lacónico como siempre, Onetti dio una valiosa pista sobre el origen de ese cuento ejemplar sobre el decisivo rol de los sueños en nuestra vida y la lucha de la memoria contra el olvido. Su argumento es sencillo: un empresario teatral arruinado en un pueblo de provincia, una mujer extraña que lo entrevista para montar, no una obra, sino un escena soñada, un actor en decadencia, amigo del empresario, confluyen en la tarea de reproducir el sueño sobre el escenario. No hay libreto y se necesitan dos actores, un hombre y una mujer, además de la soñadora que participará de la escena.


El empresario cree que la mujer está loca, pero como le adelanta dinero para montar la escena que incluye un decorado y un automóvil que cruza dos veces el escenario, este accede a participar del extraño proyecto de la soñadora. 


Finalmente la escena se representa intentando reproducir con exactitud lo que la mujer vivió en el sueño. Un sueño anodino y simple cuyo interés y significado sólo la soñadora conoce. Me ahorro el final para los que no leyeron el cuento.


El cuento, obviamente, tiene varios niveles de interpretación que no excluyen la prostitución del empresario para satisfacer el deseo de la mujer. Pero, en todo caso, la lectura que aquí interesa es la que remite a la memoria y el olvido. Onetti tiene un sueño en el que “ve” a la mujer que aguarda el pasaje de un coche y comprende que ella también está soñando. Esa convicción forma parte del contenido del sueño. La mente de Onetti no solo concibió a la mujer y su entorno sino que además hace que ella sueñe en el momento que este la ve. 


Con esa escasa información -si hemos de creerle a Onetti- el escritor concibe un cuento en el que se propone develar lo que la mujer de su sueño estaba soñando. La representación teatral escenificará lo que la mente de la mujer ha logrado retener -recordar- de su sueño que es más, sin duda, de lo que el autor recuerda de su propio sueño. 


Con la escena representada, la mujer coteja el sueño con su reproducción en la realidad que, en una soberbia trasposición, es solo un simulacro como lo es el teatro de la vida real. El recurso de Onetti es magistral porque implica una sucesión de cajas chinas que culminan en la nada, es decir, en la asombrosa culminación del proyecto imposible de la mujer: materializar un sueño, de ahí el irónico y justo título del cuento. 

La representación de Un sueño realizado es el Camembert de Dalí y sus relojes blandos. La conexión de lo que vemos con el sentido que trasmite es un secreto. Onetti logra reproducir esa condición inefable que tienen la mayoría de los sueños, más allá de Freud y su arbitrario manual para descifrarlos.


Sueño dentro de un sueño, el cuento de Onetti significa menos por lo que muestra que por lo que ignoramos -con el autor incluido- y habla más del sueño original que del contado. 

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A propósito de Rayuela

La memoria y el olvido

A 104 años del nacimiento de Julio Cortázar es bueno evocar su obra más emblemática.


 1963 sucedieron relativamente pocos acontecimientos de destaque, el más recordado, sin duda fue el asesinato de John Kennedy en noviembre. Antes, el teléfono rojo -que en realidad era negro- se instaló entre Washington y Moscú, en donde estaba Nikita Kruschev. Es el año en el que Martin Luther King pronuncia su famoso discurso “I have a dream”. También es el año en que el General de Gaulle veta el ingreso de Gran Bretaña a la Comunidad Europea. En Roma el cardenal Montini, con el nombre de Pablo VI, es elegido Papa. En Estados Unidos se realizan media docena de pruebas subterráneas con artefactos nucleares en el desierto, a 100 km. de Las Vegas. Los rusos ponen en el espacio a la primera mujer cosmonauta, Valentina Tereshkova.


En cine se estrena El Silencio, Los pájaros, El Gatopardo y Felini 8 ½, por citar algunos títulos. La Beatlemanía se expande por el mundo. Se publica La fuerza de las cosas de Simone se Beauvoir, Eichmann en Jerusalén de Anah Harendt, La Ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, La mala hora de Gabriel García Márquez, Opiniones de un payaso de Henrich Böll, Seymour, una introducción de J.D. Salinger y, por supuesto, Rayuela de Julio Cortázar. Pero a los efectos de la literatura, y no sólo la latinoamericana, ese es el acontecimiento.


Sobre Rayuela se ha dicho y escrito mucho desde que fue publicada. Este libro todavía hoy aporta valiosas opiniones e interpretaciones. Solo voy a destacar dos aspectos, uno de ellos muy aceptado: Rayuela es, sin dudas, una novela sobre la búsqueda. El otro, quizá controversial, es que a mi modo de ver Rayuela no es una novela experimental porque Cortázar no buscó un experimento narrativo sino que la escritura rupturista de Rayuela fue su manera de expresar lo que quiso decir, también en la manera de hacerlo. Esto lo digo no como comentarista sino como autor.


Muchas de las grandes novelas de la literatura se centran en la búsqueda -real o simbólica- y a partir de esa condición, La Odisea es una obvia referencia y el regreso a Ítaca implica la búsqueda del hogar perdido, la recuperación de todo lo anterior a la guerra de Troya. De la misma manera, la Commedia puede leerse como la búsqueda y el reencuentro de Dante con Beatriz en el trasmundo. Obviamente, desde su título, Proust la establece en A la búsqueda del tiempo perdido y Onetti, en La vida breve, intenta ser otro y busca la evasión del mundo real a partir de la creación de otro paralelo y fundacional con Santa María. Los ejemplos podrían seguir, pero en el caso de Rayuela la condición de novela de búsqueda se expresa en la primera línea del capítulo 1, por más que el autor nos recomiende empezar por el 76: “¿Encontraría a la Maga?”


A partir de esa pregunta misteriosa porque en ese momento no sabemos quién es la Maga, Rayuela despliega una búsqueda que por supuesto no incluye solo a la Maga sino que involucra una serie de dimensiones existenciales, artísticas, afectivas, culturales, eróticas, morales y psicológicas que pueden resumirse en la aspiración de encontrar el centro de la existencia y en la verdadera realidad que existe por debajo o por encima de esa realidad que continuamente malinterpretamos

o no sabemos ver. 


El “omphalos” que busca Stephen Dedalus en Ulises -otra novela de búsquedas- es la Terra incógnita que Horacio Oliveira persigue -tal como se plantea en ese soberbio ensayo general de Rayuelaque es el relato “El perseguidor”- y se afana en descubrir en los dos hemisferios principales de Rayuela: el lado de acá y el lado de allá.


Esa búsqueda de Oliveira como personaje central de Rayuela es también la búsqueda del autor que, a través de la arquitectura laberíntica de la obra, de su descontrucción del tiempo y la indeterminación de su secuencia, convierte a París, sus calles, plazas, puentes, parques, bistrós, apartamentos umbrosos y malolientes, y todos los demás lugares que se mencionan en un dédalo para extraviarse y a la vez encontrarse del otro lado, que no es el de allá ni el de acá.


         Esa apropiación del espacio de esa “ciudad fabulosa” es un gesto no solo literario sino el manifiesto de la conquista de lo parisino como territorio novelístico por alguien que desde 1951 había abandonado su Banfield bonaerense por ese París en el que ha sufrido para abrirse paso en el mundo de la cultura y la creación.  


En el momento en que Cortázar llega a París, la cultura de la posguerra se había convertido en la cultura de la modernidad. Con Berlín colapsado por la derrota, Londres resistente pero recientemente bombardeada y Estados Unidos erigido en el faro de la democracia triunfante, el París ocupado había dado paso a la capital del existencialismo, la música dodecafónica, el arte abstracto, Ronald Barthes, Sartre, Georges Bataille, Pierre Boulez, Jean Cocteau, Alain Robbe-Grillet, Foucault, Michel Buttor, la revista Tel Quel y el cine de la Nouvelle Vague. Con esto quiero decir que si Cortázar se hubiera quedado en Argentina, jamás hubiera podido escribir Rayuela, porque Rayuela es un producto híbrido entre dos realidades: el norte europeo, parisino, etnocentrista, civilizado, indiferente, decadente si se quiere, por supuesto simbolizado por la metrópolis llamada comúnmente Ciudad Luz. 


El sur es Buenos Aires, Traveler, Talita, el manicomio, el tablón como absurdo rito de paso hacia otra realidad que no excluye un posible suicidio de Horacio Oliveira. Porque Rayuela es también la revancha del exiliado, el esfuerzo de Cortázar por demostrarse y demostrar(nos) que él puede manejar toda esa cultura tan de metrópolí y zampárles en la cara una novela que patea todos los tableros que en ese momento condicionaban la escritura. 


Al quietísmo exasperante de la llamada novela objetal y a esa imposible objetividad de Robbe-Grillet, que Ernesto Sábato criticó en un ensayo, Cortázar le responde con su búsqueda del absoluto y de esa otra realidad que existe más allá de lo dado y aceptado. 


Es Rayuela un proyecto de ruptura radical, un alegato para hacer visible lo invisible y una búsqueda de ese otro lado que no es ni el de acá ni el de allá, pero que tampoco se ubica en los capítulos prescindibles. Lo más importante en Rayuela no son las respuestas sino las preguntas.


Toda esa realidad cultural de la época es absorbida y vivida por Cortázar, que es verdaderamente culto y sobradamente inteligente -maestro normal, profesor de literatura, traductor de Inglés y Francés, músico aficionado y erudito en jazz y en todo lo que es arte- aunque en Rayuela sus personajes y el entorno remiten, sobre todo en el jazz que escuchan, a una época anterior que es la delbebop. Pero esa búsqueda, que se expresa en la pregunta que abre la novela en el orden “normal”, está signada también por el deseo, que es el motor que moviliza al hombre desde que pudo caminar erguido y articular un pensamiento. 


El “Kibutz del deseo” que intenta habitar y vivir Oliveira a partir de los sucesivos vínculos sexuales que van pautando su itinerario en la novela, desde la Maga, pasando por Pola o Talita e incluyendo su decadente experiencia con la clochard Emmannuele, expresan un poderoso motor que funciona por fuera de lo intelectual, pese a que ese distanciamiento inhumano que a veces esgrime Horacio -como en el episodio de la muerte del bebé Rocamadour- es solo un acto defensivo y quizá una cobardía. El feminismo actual no acepta hoy un personaje como Oliveira.


“Buscar es mi signo” dice por ahí Oliveira. Pero para buscar y encontrar primero es necesario perderse. Ese es el sentido de la estructura y la condición de artefacto lúdico de Rayuela. La perdición absoluta, el vagabundeo incesante, el merodeo que acerca y aleja de la verdad. Esto último me lleva a la segunda aseveración de esta breve reflexión. No hay nada experimental en Rayuela en el sentido de “hagámos esto a ver qué pasa”. El cuaderno de bitácora que se agrega en la edición Aniversario demuestra que hubo mucha reflexión en la cocina de Rayuela, mucho mapa, mucha tentativa esbozada, mucha fórmula de tanteo. Después de publicada, a Rayuela no se le cambió una coma. 


Por supuesto que era muy tentador presentar la obra como un experimento, inclusive definirla como surrealista y todas esas etiquetas que a Cortázar debieron parecerle hijas de lo que él quería desbaratar. Una cosa es admitir el azar en la creación, lo casual como resorte o el mezclar capítulos como en un puzzle que se desarma; otra es definir un proyecto tan rupturista y audaz, personalísimo y consciente por parte del autor, como un experimento. 


Rayuela fue una osadía, un combate, un sueño desaforado, un momento mágico de la década del 60, pero no un experimento. Y permitir que el lector interviniese en su orden y secuencia de capítulos, es otro malentendido. Cortázar maneja al lector, como lo hace Henry James habitualmente o lo hizo Onetti en Los adioses. En sus cuentos, Cortázar es un consumado malabarista del efecto y la sorpresa. Piensen por ejemplo en Continuidad de los parques o Instrucciones para John Howell. En Rayuela lo hace doblemente proponiendo un itinerario que hasta mapa incluye. Nos hace elegir entre el “orden sucesivo” del capítulo 1 al 56 y el otro, más provechoso según su gusto. Insisto: nada hay de experimental en eso. Por más que diga que Rayuela es muchas novelas y por lo menos dos. El orden aleatorio no es una tirada de dados, está gobernado por el autor. Y es el autor quien nos obliga a tomar una decisión para elegir la forma de lectura de la novela.


Por último diré algo personal: de todos los autores que he leído, Cortázar es el único -junto con Borges- al que hubiera querido conocer personalmente. Lo descubrí joven y entonces los de mi generación lo veíamos casi como una estrella de rock. Esperábamos sus libros como si fueran discos de los Beatles o los Rolling Stones. Y a propósito de discos, escuchábamos uno, Cortázar lee a Cortázar, para disfrutar de su peculiar manera de decir, con esas “egres” tan carácterísticas y esa

cadencia inconfundible de su fraseo. 


Cuando leí y me deslumbré con Rayuela, ya me había lanzado a la aventura de escribir. Pero no soñaba comentar la estupenda edición Aniversario de Rayuela en homenaje al cronopio.


Gracias Julio, por haberme

enseñado tanto.

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Las burbujas de colores

Aplysia

La memoria y el olvido

Lo que siempre me ha intrigado es saber de qué están hechos los recuerdos. O, mejor dicho, cómo y por qué recordamos. 


Un artículo de National Geographic informa que desde la década de 1940, los científicos suponen que los recuerdos se guardan dentro de grupos de neuronas o células nerviosas llamadas ensamblajes celulares. Esas células interconectadas se disparan como un grupo en respuesta a un estímulo específico, ya sea la cara de un amigo o el olor a pan recién horneado. Cuanto más se activan las neuronas, más se fortalecen las interconexiones de las células. De esa manera, cuando un estímulo futuro active las células, es más probable que se dispare todo el conjunto. La actividad colectiva de los nervios transcribe lo que experimentamos como un recuerdo. Los científicos todavía están trabajando en los detalles de cómo funciona. 


La idea de que las sinapsis custodian los recuerdos ha dominado la neurociencia desde hace más de un siglo. Sin embargo un estudio de la Universidad de California Los Ángeles podría cuestionar esa noción: los recuerdos residirían en el interior de las neuronas. 


Hace más de una década se inició una investigación sobre el uso del betabloqueante propranolol como tratamiento del Stres Post Traumático, que se caracteriza por recuerdos dolorosamente vívidos e inapropiados. Se pensaba que este fármaco impedía la formación de recuerdos a través del bloqueo de la producción de las proteínas que aseguran la retentiva a largo plazo. 


Los investigadores descubrieron que cuando alguien rememora un recuerdo, no solo refuerza la conexión reactivada sino que está permanece temporalmente expuesta al cambio, un proceso bautizado como reconsolidación de la memoria. La administración de propranolol durante ese intervalo permitiría bloquear la reconsolidación y acabar con la sinapsis en el acto. Pero esto no tardó en encontrarse con escollos: si no se administraba justo después del trauma, el propranolol resultaba ineficaz. 

Aún así, la posibilidad de depurar recuerdos llamó la atención de David Glanzman, neurobiólogo de la UCLA, que se dispuso a estudiar el proceso en Aplysia, una babosa marina empleada como modelo en neurociencia. 

Glanzman y su equipo propinaron pequeñas descargas eléctricas a ejemplares de Aplysia, creando un recuerdo del evento en forma de nuevas sinapsis en el cerebro. Acto seguido, transfirieron las neuronas del molusco a una placa de Petri, desencadenaron químicamente el recuerdo de las descargas y después aplicaron una dosis de propranolol.

En un principio el fármaco pareció confirmar lo que se sabía y eliminó la conexión sináptica, pero cuando las células quedaron expuestas al “recuerdo” de las descargas, este revivió con toda intensidad en 48 horas. “Se había restablecido plenamente”, explicó Glanzman. “Y eso significa que la memoria no se almacena en las sinapsis.” Los resultados han sido publicados en revistas de acceso abierto, como por ejemplo Life.

Si la memoria no radica en las sinapsis, ¿dónde entonces?, se preguntó Glanzman. Un examen más atento de las neuronas reveló que, aun después de eliminar las sinapsis, los cambios moleculares y químicos persistían luego de la descarga inicial en el interior de la neurona. El engrama, o huella mnemónica, podría quedar conservado por esos cambios permanentes. Otra explicación lo situaría codificado en modificaciones del ADN celular que alterarían la expresión de genes concretos. Glanzman y otros se inclinan por esta última idea.

Pese a ser preliminares, los resultados sugirieron que el consumo de propranolol como tratamiento del Stres Post Traumático quizá no ayude a las personas, pues no se borrarían los recuerdos dolorosos. Lo positivo es la idea de que los recuerdos persisten arraigados en las neuronas. Eso da nuevas esperanzas para otra enfermedad ligada a la memoria, el alzhéimer.

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Rondas y círculos

Funes el memorioso

La memoria y el olvido

Siempre me ha maravillado el proceso del  recuerdo, el hecho de conservar en la memoria imágenes, sonidos, sensaciones muy complejas y hasta sabores y olores. Las explicaciones científicas al respecto nunca me han dejado satisfecho, porque solo describen un proceso químico, la huella de una vivencia que pervive en una célula, el cerebro como un gran depósito de lo vivido, lo que hemos sido

y lo que somos. 


Si la famosa magdalena de Proust sirvió para revivir un mundo y un tiempo perdidos, nada explica cómo su sabor puso a funcionar el mecanismo de la evocación. Me refiero a una prueba científica que demuestre que las papilas gustativas están conectadas a lo que vivimos y olvidamos, y que la permanencia en la memoria de ese gusto inolvidable puede desandar el largo sendero que une la magdalena con la infancia del narrador. 


Con la sutil ironía que siempre acompañaba sus sentencias, Borges dijo que la memoria existía para modificar el pasado. Se refería a que los recuerdos son siempre inventados porque el tiempo y la precariedad de la memoria hace poco fiable cualquier evocación. Su personaje Funes el memorioso es la paradigmática excepción a esa carencia, porque está condenado a no olvidarse de nada y recordarlo todo, por insignificante que sea lo recordado. Pero a su vez, el propio Borges ha dicho que lo único que no existe es el olvido. Una paradoja, claro, de las tantas que a él le gustaba exhibir. Ireneo Funes sufre y está al borde de la locura porque recuerda absolutamente todo. 


Como ya dije, las explicaciones científicas no aplacan mi curiosidad. Recordar, etimológicamente proviene del latín recordari, formada por el prefijo “re”, que significa de nuevo y “cordis”, corazón. Recordar significa mucho más que tener a alguien o algo en la memoria: es volver a tenerlo presente con el corazón o a través de este. Esto se explica porque antiguamente se pensaba que la sede de la memoria estaba en el corazón. En cambio, el olvido radicaba en la mente, de ahí el verbo italiano “dimenticare” que se traduce como olvidar.


La vida es una perpetua lucha entre la memoria y el olvido. Somos lo que recordamos, pero también lo que olvidamos. Olvidar provine del latín “oblitus” que en su deriva etimológica parte del participio oblitare del verbo oblivisci, olvidar, que a su vez reúne el prefijo “ob”, en contra de, frente a, y livisci, que significa denso u oscuro. En inglés olvido es oblivion, nombre de una de las mejores composiciones de Astor Piazzola y que menciono aquí porque su música me permite recordar -evocar- siempre que la escucho a Buenos Aires íntegra y vibrante, con sus inviernos y veranos porteños

y a todos los Noninos que se fueron.

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Inventar recuerdos

La memoria y el olvido

¿Es capaz la memoria de inventar recuerdos? No solo es capaz de hacerlo sino que, además, estudios cinetíficos revelan posible implantar recuerdos falsos en la mente humana. Lo imaginado y lo real pueden confundirse y la memoria puede convertir algo imaginado en un hecho que la mente asume como verdadero. En tal sentido eso se revela como una debilidad de la memoria que confunde lo que imaginamos con lo que realmente vivimos al “grabar” su huella.


A la facultad de olvidar se le agrega la invención de recuerdos con lo cual la memoria de una persona deja de ser confiable a la hora de, por ejemplo, testificar en un juicio. Estos descubrimientos sobre lo poco confiable de la memoria han ambientado novelas y películas que aprovechan esa ambigüedad o debilidad. Pero también han llegado a la manipulación artificial del olvido o de la propia memoria.


 Una de los más notables films es Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, dirigida por Michael Gondry en 2004, con Kate Winslet y Jim Carrey. Ambos forman una pareja de novios que un día resuelven romper. En esa época existe una clínica capaz de borrar recuerdos de la memoria en forma selectiva, por lo cual ambos deciden borrarse respectivamente de sus mentes. Un olvido selectivo y provocado por la decisión de ambos de no sufrir por el recuerdo de esa relación fallida. La película tiene otras líneas argumentales que indagan sobre la memoria y el olvido y es fascinante su resolución. No obstante, la inquietante posibilidad de borrar recuerdos a piacere es una demostración de que la persistencia de algunos va más allá de nuestra voluntad de olvido. No administramos el olvido porque olvidar no siempre opera como un acto voluntario. Pero recordar también puede ser un acto de militancia.


Las personas que todos los 20 de Mayo concurren a manifestar en silencio por el Centro de Montevideo llevando pancartas con el nombre y la fotografía de un familiar desaparecido por la dictadura militar, saben que no pueden olvidar. Es una memoria que se niega al olvido pese al dolor que produce el recuerdo. Eso se debe a que los desaparecidos por la fuerza no pertenecen a la muerte y su incierto destino los mantiene vivos en la mente de sus seres queridos. En este caso, el olvido equivale a renunciar, no solo a la búsqueda sino a considerarlos presentes todavía, como responde la multitud de familiares cuando se pronuncia el nombre de cada uno de los que no están.


La otra película que aquí quiero mencionar es Blade Runner, dirigida por Ridley Scott en 1982, inspirada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick. Ambientada en el año 2019, narra en clave de serie negra y distopía futurista la historia de Rick Decker, el “Blade Runner” del título, un policía encargado de descubrir y “retirar” androides escapados de lejanas colonias espaciales y llegados a lo que queda de la Tierra tras una guerra atómica. Los androides son una asombrosa creación tecnológica capaces de sustituir a los humanos en diversas tareas. Indistinguibles por su conducta y aspecto los recién llegados son el último modelo de la fábrica que los produce y representan una amenaza por que se han rebelado y están dispuestos a sobrevivir: su vida útil programada se reduce a 4 años.


El film, que ya es un clásico, va mucho más allá de la peripecia futurista y plantea otros temas que apuntan a lo filosófico, como por ejemplo: ¿qué nos hace humanos? Eso se alude en diversos momentos y hasta incluye un test mediante el cual Decker “detecta” si alguien es humano o androide. Pero la parte más conmovedora del asunto es cuando la trama descubre que los androides tienen recuerdos implantados que les imponen un pasado ilusorio que nunca vivieron. Hasta poseen falsas fotografías de momentos inventados. Esa memoria es solo un atributo de la falsificación que implica ser androide. Inclusive sus sueños son una imposición de sus memorias artificiales. Obviamente, esos recuerdos que llevan los androides no tienen la posibilidad del olvido y esa memoria produce en ellos la duda de ser o no humanos. No se trata de recordar u olvidar sino de reconocerse en esas vivencias que forman parte de la identidad de cada uno. Eso los (nos) hace humanos. 

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Releyendo El Aleph

La memoria y el olvido

Hace casi cincuenta años descubrí mi vocación por la escritura a partir de la lectura casual y decisiva de El hacedor, el libro que el propio Borges ha señalado como el más personal de todos los que escribió. No me considero un experto ni un erudito en la literatura de Borges, pero he sido un devoto y constante lector de su obra. No tuve la suerte de conocerlo personalmente. Pero tampoco conocí a Kafka, a Onetti o a Faulkner, también guías en mi camino de la escritura.


A través de estas reflexiones sobre uno de los cuentos más famosos y logrados de Borges, El Aleph, que también da título al libro publicado en 1949, expresaré mi homenaje a su magisterio como escritor que ha guiado mis pasos en la literatura.


Trataré de reparar en algunos aspectos notables de este cuento a la luz de lo que podría definirse hoy como la sociedad de las imágenes vertiginosas. Pienso que una obra es capaz de resignificar sus contenidos en la medida que cambian las épocas y sus lectores, sin por ello perder su sentido inicial.


El siglo en que vivimos pone en entredicho a la gran literatura como guía para el pensamiento; un siglo entregado al vértigo de las imágenes, del pensamiento light de la moribunda posmodernidad, carente de filósofos y atestado de personajes banales y mediáticos, desde economistas y gurús tecnológicos a deportistas, el material que ofrece El Aleph es increíblemente apropiado.


No voy a abundar aquí en el argumento del cuento que imagino todos deben conocer: el descubrimiento en un sótano de la calle Garay de un objeto fantástico llamado Aleph, mediante el cual es posible contemplar de manera simultánea la totalidad del inconcebible universo. La anécdota que ambienta el descubrimiento, es el vínculo de Borges -narrador y personaje- con el insoportable Carlos Argentino Daneri, estrafalario poeta que es primo hermano de Beatriz Viterbo, muerta “una candente mañana de febrero” de 1929, para desdicha del narrador, que la amó.


El Aleph es un cuento alentado por esa pérdida que se apoya de manera casi excluyente en imágenes visuales, en especial las de Beatriz Viterbo. El nombre Beatriz y otros detalles del cuento han alentado a algunos comentaristas a descubrir correspondencias con la Divina Comedia de Dante. No me detendré en esa posibilidad.


Con relación a las imágenes: la primera, notable por insólita, es evocar a Beatriz Viterbo a partir de un renovado cartel publicitario de cigarrillos rubios ubicado en la Plaza Constitución. El cambio en la imagen de esa publicidad, es el primero que el narrador advierte para indicarle que “el incesante y vasto universo” ya se apartaba de Beatriz. Un cambio banal que remite al mundo de la publicidad, que hoy equivale a decir al mundo de las imágenes vertiginosas y al imperio de lo efímero como lo definió Giles Lipovetsky. Con los parámetros actuales, esa primera imagen de El Aleph multiplica sus significados, los potencia y actualiza de manera ejemplar por su esencia baladí. El universo cambia porque cambia un aviso.


De acuerdo a lo que nos informa el narrador, el 30 de abril Beatriz Viterbo cumpliría años, y esa fecha la aprovecha Borges personaje para concurrir a la casa de la calle Garay y visitar al padre de Beatriz y a Carlos Argentino Daneri. Aguardando ser recibido en “una abarrotada salita”, a la hora del crepúsculo, el narrador pasa revista a los muchos retratos que hay allí de Beatriz. La enumeración que hace de esas imágenes, prefigura la que después hará de las imágenes vistas en el misterioso Aleph del sótano.


El narrador padece la ausencia de su amada Beatriz al someterse al repaso de esas fotografías que le permiten evocarla en diferentes momentos de su vida. Como sabemos, la invención de la fotografía cambió para siempre la mirada sobre nosotros y los demás. Poseer la efigie de uno mismo y de otros costaba mucho dinero – había que conocer un retratista para que la pintase- antes de que allá por 1826 Joseph Nicéphore Niépce lograse la primera imagen fotográfica desde su ventana en Le Gras. Luego, Daguerre perfeccionó el invento y logró reproducir rostros que ya no había que pintar. Hoy las imágenes propias y de terceros abarrotan teléfonos, computadoras y tablets hasta registrar cada instante de nuestras vidas de manera obsesiva e innecesaria para después subirlas a Instagram y todos los espacios de exhibición planetaria que puedan concebirse. Es el fin de la vida privada y del pudor civilizado. No es excesivo comparar lo que el narrador contempla en la “abarrotada salita” con una especie de anticipo arqueológico del muro de Facebook de Beatriz Viterbo. Contempla “selfies” de Beatriz.


La información que Borges da sobre las imágenes es la certera identificación de lo que ve, hasta con alguna fecha y datos de los lugares. La historia de Beatriz Viterbo resumida en imágenes. Alguna hasta es en colores -como detalla Borges-. Beatriz muere en febrero y esa visión de las fotos es en abril de 1929, por eso el dato implica una cierta novedad.


El narrador refiere sucesivas visitas a la calle Garay en el decurso de varios años.

Su visita del 30 de abril de 1941 -la víspera del estreno en New York de El ciudadano de Orson Welles, epítome de la modernidad del momento en imágenes cinematográficas, que Borges comentaría ese mismo año- nos depara una vindicación del hombre moderno por parte del inefable Carlos Argentino. Cito:


“Lo evoco en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...”


La descripción acumulativa anticipa lo que Daneri confesará haber escrito, ese torpe, desaforado e interminable poema titulado La tierra. Pero me detengo en la imagen anterior, la descripción de ese hombre moderno es tan actual que asombra si se cambian los elementos tecnológicos que le permiten, hoy, dominar el entorno, conectarse a él, instantáneamente y aboliendo las fronteras.


La vindicación que hace del hombre moderno Carlos Argentino Daneri anticipa también el culto por lo tecnológico y la acumulación que muchos hacen de tecnología como manera de infatuarse con artefactos que rápidamente caen en la obsolescencia: ejemplo los celulares que cambian el modelo cada seis meses. Por supuesto que el Borges personaje abomina de todo eso. Pero a su vez se fascina con el desvarío de Daneri. La locura ajena siempre fascina.


La siguiente acumulación y descripción de imágenes es un anticipo sutil de lo que luego Borges contemplará en el sótano y es una especie de “trailer” o sinopsis -en el sentido cinematográfico- de lo que Daneri canta en su atroz poema: “... en 1941, ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres del Alvear de la calle Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton”.


La acumulación caótica y hecha de contrastes es lo que pauta la descripción. Páginas después, el autor- personaje afirma que Daneri “había elaborado un poema que parece dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y el caos”.


No será diferente la enumeración -que no cacofónica pero si caótica que nos aguarda en la descripción de lo visto a través del Aleph. Enseguida una mención de Borges al teléfono establece un indudable anticipo de nuestra actual banalización del uso los artefactos tecnológicos: “A partir del viernes a primera hora empezó a inquietarme el teléfono” -aclaro yo: Daneri iba a llamarlo por un asunto vinculado al mamotreto de su poema. “Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri”- afirma Borges personaje.


Beatriz es recuerdo, imágenes fotográficas y también voz perdida que una vez reprodujo el teléfono. Es claro: ese instrumento, el teléfono, capaz de comunicar lo más trascendente, pero a la vez ser capaz de propalar lo más banal o despreciable. La modernidad lo ha permitido y la pesadilla de los que hablan por celular en el espacio público y a los gritos es una de las excrescencias del progreso.


Ahora voy a referirme a la idea y acontecimiento central de este cuento: la visión en el decimonoveno escalón del sótano de la calle Garay del asombroso y a la vez terrible Aleph. Por empezar, su tamaño: una esfera de no más de dos o tres centímetros de diámetro capaz de contener el cosmos entero. El recurso es magistral y contiene un anticipo de lo que luego será la nanotecnología, capaz de almacenar o contener asombrosas cantidades de información en un minúsculo circuito impreso. Para no abusar de la cita, lo resumiré en el siguiente pasaje:


“Por lo demás, el problema central -para describir el Aleph, aclaro yo- es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición ni trasparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es”.


Por fin llego a lo medular. Una de las hazañas de la escritura borgeana es dar cuenta de esa maravilla que es el Aleph. En el Aleph, está el nombre del Dios del mundo. Está el inicio, el punto oculto. Para verlo tuvo que bajar diecinueve escalones. El número 19 en la Cábala es la letra Qof, que vale 100. Es el misterio, el secreto. Pero también el Aleph es un símbolo matemático que permite representar distintos tipos de infinitos. Y el aleph es “la primera letra de la lengua sagrada” con la cual, tal como se narra en el Séfer Yetzirá, la divinidad creó el universo.

Empleando un tono apocalíptico en la repetición del verbo “vi” - apocalipsis significa en griego “revelación”- Borges desarrolla la descripción caótica y parcial del vértigo de imágenes que contempla a través del Aleph. Sin duda, los que leyeron El Aleph pueden recordar la magistral secuencia de lo visto. Una página y media del cuento insume esa enumeración.


Cuatro detalles apenas voy a destacar.

No hay mención de colores en la descripción, salvo “un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala”. Tampoco hay sonidos. El Aleph muestra imágenes silentes. Y eso tiene su explicación: La consonante Aleph, comenta Gershom Scholem, no representa en hebreo más que el primer movimiento de la laringe en la emisión de cualquier sonido. Es entonces, por decirlo así, el elemento fónico del cual proviene toda articulación. Pasando de la fonética al plano simbólico, los cabalistas han considerado siempre la consonante Aleph como la raíz espiritual de todas las demás letras, que contiene en esencia todo el alfabeto y por ende todos los elementos del lenguaje humano. Oír el Aleph, es propiamente no oír nada. Por tal, Borges no incluye ningún sonido en el Aleph contemplado.


De todo ese caos de simultaneidad y vértigo, las imágenes que realmente interesan a Borges-personaje son las de Beatriz Viterbo. Carlos Argentino le ha advertido que podrá entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz. El Aleph le mostrará su tumba de la Chacarita y lo que queda de Beatriz convertida en reliquia atroz y también cartas “obscenas, increíbles y precisas que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino”. El dato es una bofetada en medio del caos de las imágenes.

Lo último: un “vi tu cara”, una referencia extradiegética que remite a alguien que no figura en el cuento, quizá Estela Canto, a quien Borges lo dedica.

Me voy a tomar una pequeña licencia con el término panóptico que quisiera traer a este comentario: El panóptico es un tipo de arquitectura carcelaria ideada por el filósofo utilitarista Jeremy Bentham hacia fines del siglo XVIII.


El objetivo de la estructura panóptica es permitir a su guardián, guarnecido en una torre central, observar a todos los prisioneros, recluidos en celdas individuales alrededor de la torre, sin que estos puedan saber si son observados. De alguna manera, el Aleph es también un panóptico desde el punto de vista de su observador. Borges no se ve reflejado en ninguno de los espejos -todos los del planeta- que alude. Ve su dormitorio sin nadie en él. La casa, el sótano, tampoco están incluidos en el cosmos del Aleph. Él es el gran observador de todo, casi como si fuera Dios. Ve “lo que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”. Todos los habitantes de ese orbe, ignoran que Borges los ve implacablemente con nitidez extenuante en ese preciso momento.


No es exagerado inferir que de alguna manera el Aleph borgeano ha anticipado todos los burdos y prosaicos remedos de Aleph que hoy padecemos: las cámaras de seguridad que auscultan calles, edificios, ascensores, estaciones, carreteras, salones de uso social, aeropuertos y cajeros automáticos por citar algunos ejemplos. Las imágenes omnipresentes y trasmitidas en directo de guerras, eventos deportivos, desastres naturales, espectáculos, reality shows, noticieros y toda una gama de contenidos mediáticos propalados vía satélite. El intercambio en las redes de imágenes y filmaciones que van desde el contenido banal y doméstico a la atroz secuencia de degüellos por parte de Islam radical y bárbaro. 


Todo está exhibido, registrado, escrutado y visible hasta llegar a la transparencia total de la que habla Giles Lipovetsky: “Los mass media están más allá del bien y del mal. No condenan ni juzgan, pero lo muestran todo, exponen todos los puntos de vista y dejan al público libre de opiniones multiplicando y acelerando las imágenes e informaciones”. Vivimos en un permanente agobio de imágenes que en su acumulación desjerarquizan lo que vemos y convierten la realidad en un show. Es la sociedad del espectáculo a la que se refiere Mario Vargas Llosa.


Aludí al estreno de El Ciudadano de Orson Welles la víspera que Borges contempló el Aleph. Cito lo que escribió a propósito del film que indudablemente vio:

“Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film: las primeras escenas registran los tesoros acumulados por Foster Kane; en una de las últimas, una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo de un palacio que es también un museo, con un rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias. Y ese todo representa lo uno: Kane.”.


Es imposible no encontrar correspondencias entre el Aleph que después escribiría y ese caos de apariencias que en el film queda simbolizado en el traveling final sobre la acumulación insensata de tesoros de Kane distribuidos sin orden ni jerarquía en un salón enorme. Eso también es, de alguna manera, un Aleph. Me inclino a creer que Borges tuvo presente esa escena de ese film genial.


Cuento de imágenes y sobre imágenes, El Aleph, a mi modo de ver, prolonga cada vez más sus inagotables significados. En especial la declaración, al final de cuento de que el Aleph de la calle Garay es un falso Aleph. La última frase del cuento es una conmovedora razón para esa creencia: “¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz”.

No obstante, el soberbio oficio de palabras que pudo erigir el Aleph para que los lectores lo imaginaran casi como si lo estuvieran viendo, sigue vigente y necesario en este siglo XXI y a casi 37 años de la muerte de Borges.

La memoria y el olvido copy: Trabajo
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